lunes, 24 de mayo de 2010

Columna JS en Comunidades - "Obama e Israel"‏

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Por Julián Schvindlerman

Cuando vemos a seguidores-estrella del Partido Demócrata como Elie Wiesel y Alan Dershowitz ventilar públicamente su disgusto con la política hacia Israel del actual presidente estadounidense, podemos deducir que lo que ha sido evidente por largo tiempo para los escépticos finalmente ha sido aceptado por los simpatizantes: Barack Obama no es afín al estado judío.
Los indicios que surgieron durante la campaña de Obama se han convertido en evidencia durante su presidencia. Su circunstancia personal (miembro de la comunidad africano-americana, hijo de padre musulmán, educación temprana en Indonesia), sus asociaciones sociales con prominentes figuras anti-israelíes (el pastor radical Jeremiah Wright, el orientalista “anti-orientalista” Edward Said, el académico de la OLP Rashid Khalidi), y su ambigüedad durante la campaña electoral, despertaron numerosas inquietudes acerca de su posicionamiento ideológico respecto de Israel; sus discursos y acciones como presidente no han hecho más que acentuarlas. Su acercamiento al mundo islámico, su problemática omisión de la conexión judía con la Tierra de Israel durante su famoso discurso en El Cairo, su debilidad en torno al avance nuclear de Irán, su hostigamiento diplomático a Jerusalem a propósito del tema de los asentamientos; todo ello es parte de la misma paleta ideológica.
El desapego de Obama respecto de Israel ha sido tan cabal que bajo su corto mandato el Partido Demócrata ha prácticamente abandonado la defensa de Israel incluso en el Congreso norteamericano, bastión tradicional del apoyo bipartidista al estado judío. Conforme ha observado la periodista del Jerusalem Post Caroline Glick, “el apoyo a Israel se ha transformado en una posición minoritaria entre los Demócratas”. Ella sustenta esa afirmación en lo siguiente: Durante la Operación Plomo Fundido, la Cámara de Representantes aprobó una resolución contra el Hamas, once días antes de la inauguración de Obama, con 390 votos a favor, 5 en contra (4 de ellos demócratas) y 37 abstenciones (29 de ellas demócratas). En noviembre de 2009, el Congreso adoptó una resolución de condena del Reporte Goldstone con 344 votos a favor, 36 en contra (33 de ellos demócratas) y 52 abstenciones (44 de ellas demócratas). En febrero de 2010, 44 congresistas enviaron una carta a Obama instándolo a presionar a Israel; todos ellos eran demócratas. En medio de la crisis desatada por esta Casa Blanca por la construcción de viviendas en Jerusalem Este el pasado marzo, 327 congresistas enviaron una carta a la Secretaria de Estado Hillary Clinton pidiendo un cese a las críticas públicas de Washington a Jerusalem; de los 102 miembros que se opusieron a firmarla, 94 eran demócratas. Otras varias iniciativas legisladoras tendientes a respaldar a Israel cosecharon solamente apoyo republicano.
A esto debemos agregar la divulgación pública -por parte del propio presidente Obama y de altos funcionarios del Pentágono- de la noción de Israel como factor de desestabilización del Medio Oriente. En una conferencia de prensa a mediados de abril, Obama dijo que su país tiene un “interés vital de seguridad nacional” en la resolución del conflicto palestino-israelí puesto que “cuando el conflicto estalla…ello termina costándonos significativamente tanto en sangre como en tesoro”. El cuestionable postulado de que Israel es la causa de los males que aquejan al Medio Oriente ha sido por largo tiempo parte del arsenal retórico de la propaganda árabe, en tiempos más recientes fue tomado por izquierdistas europeos y tercermundistas. Que una administración estadounidense luzca dispuesta a respaldarlo marca un precedente tan novedoso como sorprendente.
Ciertamente, una confrontación entre israelíes y sus vecinos tendría un impacto en los objetivos estratégicos, recursos humanos y ganancias materiales de los Estados Unidos. Pero también lo tendría una guerra que involucrara a Pakistán, Irak, Irán, Afganistán o a cualquier otro país mesoriental desvinculado de la cuestión palestino-israelí. Y a diferencia de numerosas crisis que motivaron la intervención o acción militar norteamericana en países musulmanes o con altas concentraciones poblacionales islámicas -Kuwait, Arabia Saudita, El Líbano, Bosnia, Kosovo y Somalia- nunca debió Washington enviar soldados a la guerra para proteger al estado judío, en la atinada observación del Wall Street Journal. Por su parte, la impresión de que un Israel en paz con sus vecinos facilitaría la resolución de las disputas entre sunitas, chiítas y kurdos en Irak; la relación de Washington con el poco confiable presidente afgano; las ambiciones nucleares e imperiales de Irán; o el revanchismo religioso universal de Al-Qaeda et al, es tan fantástica que lo empuja a uno hacia la incredulidad.
Haber llevado a un deterioro tal en la relación entre dos aliados históricos en poco más de un año de gobierno no es una proeza menor. Imagínese cuanto más podrían empeorar las cosas en los restantes dos años y medio de mandato demócrata.

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